Jesús al escuchar a sus discípulos sobre lo que la gente piensa sobre él, quiere saber qué es lo que piensan ellos acerca de él. Les hace una pregunta directa y existencial: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?. Sus discípulos son sus colaboradores más cercanos en la misión y se supone que han llegado a conocerle bien. Sin embargo, se produce un silencio y todos se miran atónitos unos a otros sin saber que decir. De pronto Pedro, el discípulo coraje, hace un gran descubrimiento y hace su confesión personal: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Ante esta confesión personal de Pedro, influenciada por Dios, Jesús sabe que por lo menos uno ha comprendido a cabalidad quién es él. Aunque el resto no supo que decir, por lo menos uno lo había reconocido como el Mesías, el Ungido de Dios, el Hijo de Dios viviente.
Este descubrimiento de Pedro nos enseña dos grandes verdades:
a) Toda categoría humana resulta inadecuada para describir a Jesucristo. La gente y los teólogos manejan categorías humanas para describir a nuestro Señor Jesucristo. Él no es Juan el Bautista, no es Elías, no es Jeremías, ni es ningún profeta, ni menos un revolucionario político de nuestros tiempos. Jesús es el Hijo del Dios viviente.
b) Nuestro descubrimiento de Jesucristo debe ser un descubrimiento personal revelado por Dios. Nuestro descubrimiento de Jesús jamás puede ser de segunda mano. Podemos leer mucho acerca de Jesús, escuchar muchas maravillas de él, quedarnos asombrados por los hermosos discursos que hablan sobre Jesús, aún llamarnos sus seguidores y enseñar sobre él, y sin embargo, no ser verdaderos cristianos.
De ahí que tenemos que ser contundentes al afirmar que el cristianismo nunca consiste en conocer algo sobre Cristo Jesús, sino el tener un verdadero encuentro personal con Él y ser sus discípulos. Es por eso que Jesucristo nos exige una respuesta personal y nos pregunta: “Y tú, ¿quién decís que soy yo?. La respuesta debe ser dada desde donde nos encontramos, con nuestros pecados, con nuestros errores, nuestros dolores, nuestras confusiones, nuestras angustias o con nuestra soledad. Todos tenemos que dar este primer paso, nuestros labios tienen que pronunciar que “Jesucristo es el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Él es nuestro Señor y Salvador. Para llegar a ese gran momento de nuestra vida, primero debemos humillarnos ante Él, dejando toda soberbia y vanidad, para luego confesar nuestros pecados y arrepintiéndonos de todo corazón; en segundo lugar debemos dejar que Dios nos lleve al encuentro personal con Jesucristo, por medio de la acción del Espíritu Santo, para ser redimidos. Si no hemos dado este primer paso nos habremos quedado en la puerta de la salvación.
“Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera” (Jn. 6:37).
DIOS OS BENDIGA A TODOS
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